• DARKYRIA

    LIBRO II - DREKO

    I

    Mañana a medio día está programada tu ejecución

    Quiebra hasta la más estoica alma lo desconocido, provocando alperdido, riéndose de la mente del pusilánime que le es imposible crear
    algún escenario de terror y mucho menos una imagen conciliadora.
    Fue total la ausencia de vida que vi en los ojos mercurio de Dreko, esa
    mirada que fue capaz de entregarme la vida eterna, no obstante… ahora
    me la ha arrebatado. Efímera ha de ser la dicha, sin embargo, es mucho
    peor no conocer la verdad de mi destino. La ignorancia es la madre de
    la felicidad. ¡Cómo la extraño! Pero por suerte ya no logro sentir nada.
    Mejor. Mi propia fuerza de sobrevivencia trata de cuidarme al consumir
    todo mi interior.
    Catorce días de silencio. Ya para entonces ni mis pensamientos
    quieren hablar conmigo, ellos cobardes me dejaron hace tiempo como
    malditas ratas en un barco que ha sido destinado al fondo del mar.
    El sonido de las ruedas del carruaje es tan surrealista que crea la
    melodía perfecta para esta pesadilla, no obstante, mi mente poco a poco
    se ha unido al enemigo, recordándome que no hay fantasía, que ella no
    tiene cabida en mi vida.
    Escucho continuamente la plática alegre de los verdugos de mi
    existencia, que son tan indiferentes a mi porvenir que yo ya desde hace
    mucho les contesto con el mismo menosprecio, ahora sólo puedo ser un
    espíritu marchito como mi futuro que nunca llegará.
    Dirom estos días ha depositado todo su empeño interviniendo
    por mí con estos trece guardias, quienes me llevan a la presencia de los
    Puros; que tienen el poder de con una sola palabra terminar conmigo.
    Os van a ejecutar, Rebeca. Las palabras del cazador ahora cobraron
    sentido. Por lo demás: ya nada lo tiene.
    Abrazo con más fuerza mis piernas dobladas sobre mi pecho.
    Tengo mucho frío, la cobija que me dejó Séneca antes de partir no ha
    sido suficiente para proteger mi cuerpo ante la ferocidad del invierno
    que apenas debe rebasar los diez grados.
    Pensar me es imposible, sólo puedo mirar. Me he convertido en un
    testigo oculto de mi propia vida, ahora únicamente permanezco expectante.
    Impasible volteo a la derecha donde estoy segura de que se encuentra Dirom, aunque no lo puedo ver (la gruesa pared de madera del
    carruaje me lo prohíbe), mi único recurso es continuar sentada abrazada
    de mis piernas como a mí únicamente me abraza la gran incertidumbre
    cubierta de miseria.
    Desde esas palabras de Dreko no he vuelto a saber de él, seguro
    debe estar colérico conmigo. Lo comprendo, yo también lo estaría si
    pudiera sentir algo.
    No siento, no pienso… no puedo.
    De ser «La Furcia Virgen», me es añadido el inexplicable calificativo de «Traidora».
    No sé si mi querido Bollywood no habla conmigo porque aún no
    digiere cómo pudo tener la más estúpida persona a su cargo, o porque
    los guardias le tienen prohibido que la gente le hable a un «Judas»
    como yo; o la tercera opción, que ni quiero pensar en ello al ser la peor
    y torturante: soy una despreciable perra.
    ¿Ya sabrá lo cruel que fui con su jefe?
    Yo aún no le encuentro sentido ni razón para pronunciar aquellas malditas palabras que han enfurecido tanto a los habitantes de
    Darkyria. Por supuesto que no hay verdad en lo que dije, en absoluto;
    y la consecuencia feroz con el daño que he provocado. El karma ha de
    presentarse con devastadora fuerza siendo cierto que moriré, pero no
    en brazos del hombre que quiero, que eso hubiera sido la mejor manera
    de dejar este mundo.
    Séneca, en el momento que me esposaron con estos pesados fierros,
    se preocupó por darme cobijo, y con un poco de calor he sobrevivido
    todo el viaje. No sé tampoco nada de mi… hijo, sólo creo que entendí que
    se adelantaría para llegar a la corte y suplicar una reunión con la reina
    para abogar por mi situación. Yéndose mi hermoso montado en Tillo y
    Dreko desaparecido; jamás Dirom me ha dejado en ningún momento,
    ese hombre está conmigo escoltándome. Pero Él, su mente, su esencia
    también me han dejado abandonada hace dos semanas.
    Los guardias dejan claro, con su sola presencia, que me detestan,
    no omiten sus sentimientos, pero me tratan como dignos hombres
    defensores de su reino. No me han dado comida ni agua en ningún
    momento, y no lo quiero, siento que me sería imposible ingerir algo.
    Ya con el aire, que en estos días lo he de sentir denso como el lodo, me
    encuentro en una lucha constante para que fluya por mi nariz de forma
    rítmica, profunda… humana.
    Uno de esos hombres me entregó un líquido rojizo que tomé al
    tener la aceptación de Séneca y ha sido lo mismo que he bebido todas las
    mañanas. Estoy segura de que ese brebaje es para quitarme el apetito
    y la sed mientras dura el viaje. El sabor se me hizo familiar, debe ser lo
    mismo que me dio Ovatt cuando estuve inconsciente en mis primeros
    días aquí.
    En el largo camino a Panon (la ciudad que custodia la corte) no
    nos hemos detenido en absoluto, no puedo imaginar cómo pueden hacerlo; de Dreko lo supondría al ser cazador, pero… ¿los caballos y esos
    hombres? ¿Dirom? ¿Cómo lograrán seguir sin demora tantos días sin
    tener en absoluto descanso?
    ¡Dios, qué prisa tienen por obtener mi final!
    Fueron estas mis interrogantes un par de segundos, sin embargo,
    lo cierto es que las respuestas no me importan, pero han sido necesarias
    tales estupideces vigentes en mi mente para no perderme en pensamientos
    siniestros; por lo del cual, segura estoy que no saldría de estos, y mucho
    menos airosa, una vez sumergida completamente en ellos.
    He estado tupida de constantes coros de rabia sobre mi «Traición»,
    por eso escucho seguido los rugidos de: «Bruja», «Matadla». Lo de
    siempre. Algunas veces han de aventarme piedras, pero sólo me han
    lastimado superficialmente. No sé a quién le debo agradecer ese milagro: a las paredes de mi prisión o a Big Brother. Cuando me asomé la
    única vez, hace unos días creo, me encontré a un Dirom, montado en su
    caballo color caoba, poseído por el demonio situando a toda esa gente
    en su dominio. Las personas le tienen más miedo a mi escolta que a los
    mismos guardias, pues a estos se les rebelan buscando la manera de atacarme, pero cuando Dirom aparece después de calmar el último grupo,
    todos han de salir huyendo desquiciadamente atemorizados. Aunque no
    lo tiene mi Bollywood nada fácil.
    Me preocupa Mikel, quiero pensar que ha quedado al cuidado de Porcia. No creo que se atreva a dejarlo desamparado. Ojalá,
    mi mejor amiga, sepa tratarlo, que le nazca esa ternura necesaria
    para consolarlo, porque ahora ya no podré estar para él. Estaba tan
    asustado mi niño… No supe ser buena madre, no pude protegerlo.
    Se quedó sin su madre muchísimo más pronto de lo imaginado y de
    qué manera. Espero no se sienta responsable. Toda culpa es mía, ni
    a mi hermano puedo ahogarlo con este peso. Debí hacer las cosas
    de diferente manera, dialogar. Suplicar si era necesario. No tengo
    idea por qué cometí la mayor insensatez y diciendo esas palabras que
    ya ni recuerdo y mucho menos saber lo que significan. Únicamente
    estoy consciente que lo que dije fue muy grave, es una de las razones
    por las que me encuentro aquí, pagando algo que aun no comprendo
    ni el motivo de llegar hasta este punto: yo no conspiré contra nadie
    y mucho menos provocaría la muerte de alguien, aun cuando lejos
    estoy de ser inocente. Todos los problemas comenzaron conmigo y
    terminarán de esa manera, reconocerlo no me consuela en absoluto:
    si apenas comenzaba a sentir… vivir.
    Se detiene el carruaje; al mismo tiempo alcanzo a escuchar, a lo
    lejos, hombres exigir la Fe de sangre. Esta parada me llama la atención.
    Me pongo de pie con dificultad, por lo engarrotada que estoy al no
    haberme movido durante días de mi patética esquina de autodesprecio,
    en el carruaje.
    Las manos débiles logran arrastrar mis esposas, que son despiadadamente pesadas y me asomo entre los altos barrotes; puedo ver a
    través de ellos al ponerme de puntillas.
    Mucha gente hay a mi alrededor y me ven como todos los demás
    ciudadanos que han estado a mi paso: con fulminante abominación. Son
    demasiadas personas, no creo que tanta multitud sea normal.
    A los guardias que custodian la entrada de la ciudad les cuesta
    controlar el caos.
    Gritos, furia, desprecio… Y yo todo aquello se los protagonizo.
    Ofensas escucho en todo momento, pero no presto atención. Lo
    comprendí hace días: yo solamente soy su espejo. Soy el objetivo conveniente para su proyección de odio.
    Un hombre uniformado abre la puerta trasera del carruaje, y al
    estudiarme con mortal repulsión, vuelve a cerrarlo con sus muchos
    herrajes de hierro.
    No veo a Dirom por ninguna parte, ese hecho rápidamente me
    hace sentir y pensar lo peor. Y obviamente me invade el pánico.
    ¿Estoy sola? ¡Estoy sola!
    ¡Dios, ¿de verdad moriré?!
    El carruaje comienza a moverse y siendo tan pesados los enormes fierros que llevo en las muñecas; pierdo el equilibrio y me caigo
    precipitadamente.
    El dolor en mis rodillas sé que es muy agudo, pero ya resulta nada
    al ser únicamente sensaciones físicas, superficiales.
    Como puedo logro de ponerme de pie de nuevo; me asomo para
    ver qué pasa. ¿Dónde está Dirom?
    Ahora sé que me ha dejado y me doy cuenta de que si estos días
    no entré en una fatídica histeria fue gracias a ese hombre; tenerlo cerca
    me ayudaba, me hacía sentirme protegida, mi subconsciente fingió hasta entonces que todo podría ser probable, algo desconocido a mi favor
    podría existir… ¡Pero ahora ya no es así!
    Vamos cruzando una colosal muralla de inmensa entrada en
    arco; dos antorchas muy grandes, en cada lado, se encendieron de
    forma automática.
    Muy pronto el sol se esconderá, hasta él parece tan cobarde y también deseoso por dejarme; como imploro que no lo haya hecho el cazador.
    * * *
    —¡Bajad! —Me ladra un guardia apenas abre la puerta del carro.
    ¡¿Pero qué mierda?! ¡Es el hombre a quien Gabriel le había provocado convulsiones! ¿¡No que estaba muerto!? Sé que es terrible, pero
    por un segundo deseé que así fuera pues, no concibo esta burla. ¿En
    serio me juzgarán por algo que es ridículamente evidente que no pasó?
    ¿¡Pero qué ocurre!?
    Ya no insisto por milésima vez en decir que yo no hice nada de
    lo que se me acusa, porque es irrebatible que nadie veló a un muerto.
    Podría alegar que mi único pecado es tratar de ser una madre, pero me
    han dejado claro que mi estado sentimental es detestablemente irrelevante y mucho menos si interferí con la «justicia»; usé unas palabras,
    que sólo el Todopoderoso sabe por qué dije, y «traté» de matar a uno de
    los suyos (ahora me parece que será el nuevo argumento para asegurar
    mi ejecución).
    Salgo del vehículo arrastrando las cadenas que me someten a mi
    condena.
    El lugar en que me encuentro es pequeño, con piso de grava y
    cerrado por cuatro murallas de piedra muy altas; debe ser el patio donde
    se determinará mi destino.
    —¡Moveos! —Vuelve el guardia a dirigirse a mí con ese mismo
    tono despiadado que usa desde que tuvimos, mi niño y yo, la desgracia
    de interferir en su día.
    Cabizbaja voy detrás de él y de otro hombre. Detrás de mí, varios
    sujetos en dos alienaciones perfectas, y claramente con actitud marcial,
    nos siguen en una marcha lúgubre: en cada paso invocando a la muerte.
    Ya es de noche; hay tantas antorchas colgadas en las paredes que
    iluminan mi camino y esto me permite ver con claridad.
    No comprendo por qué tantos guardias me custodian, dudo que
    tal cantidad sea habitual, hasta parece que me temen; reconozco que la
    idea es burlesca, ridícula, pero… ¿qué no lo es ahora?
    Entramos a un edificio con un sólo pasillo y su recorrido hace
    parecer la distancia mayor de lo que es. Subimos unas escaleras estrechas, de caracol, para continuar por un camino recto, que desprende
    un nauseabundo olor, cada vez más fuerte: estamos en un calabozo. Es
    tan denso el ambiente que, sin percibirlo, entrecierro los ojos y trato de
    levantar las manos para cubrir mi nariz, pero me es imposible por el
    sometimiento que tengo.
    Es de pesadilla. Escucho varios lamentos y gruñidos enloquecidos, no puedo ver de quiénes son, ni quiero saberlo. Ya no llevo la
    cara baja, pero mi valentía aun no es tanta como para conocer a esos
    seres con los que comparto el mismo destino. Es por eso que enderezo los hombros y miro fijamente a la pared de la derecha que parece
    infinita, del otro lado están los dueños de los lamentos de quienes no
    quiero conocer su rostro.
    Los hombres de adelante se detienen y uno de ellos abre una celda
    usando su huella digital en la lámina. Al abrirse rechina. El sonido es
    un canto estridente, agudo, tan mortal que me paraliza los huesos y
    la poca fuerza que me quedaba también me ha de abandonar. Ya para
    este momento está completamente exhausto mi cuerpo y me entrego al
    abandono de mi mente.
    * * *
    —¡Rebeca!
    Esa voz de cascada es tan fresca a los oídos que logra por un
    momento, por lo menos uno pequeño, revitalizar mi alma.
    —¡Séneca!
    Ya de pie, me aferro a los tubos de fierro que me subyugan a
    este infierno.
    Me ofrece sus manos que tomo como una fugaz tabla de salvación.
    —¿Por qué no habías venido antes? ¡Llevo cuatro días aquí!
    —Apenas logré el permiso para verte, lo lamento —mi fiel amigo tiene los ojos muy hinchados y terriblemente ojeroso, no ha estado
    mejor que yo.
    —¿Y Dreko? —Suelto a Séneca y aprieto con fuerza los barrotes— ¿¡Dónde carajos está Dreko!?
    Retrocedo frustrada con una rabia fingida para cubrir ese desasosiego que ya consumió pensamientos, cuerpo, alma, pero no aún mi
    amor por él.
    —Está como desquiciado, Rebeca, los dos hemos tratado de hacer
    hasta lo imposible —se adelanta hasta que las rejas lo detienen y se estira
    con ambos brazos para volver a tomar mis manos—. Debes creerme.
    El saber que el cazador lucha por mí, a pesar de todo, hace que
    recupere parte de mi esencia tan destruida y burlada. ¡Le importo!
    Me acerco de nuevo y estrecho sus dedos con los míos congelados.
    —¿Dónde está?
    Se queda viéndome, inquieto.
    —No lo sé —confiesa tenso—. ¿Te han dado de comer? —Me
    suelta las manos, por cómo le tiemblan noto que se encuentra sumamente
    afectado por todo esto—. Toma, te he traído algunas cosas —se agacha
    y me entrega otra cobija, esta de color café. Trae además una canasta y
    me pasa, a través de las rejas, el contenido: velas, cerillos, pan caliente,
    queso, agua y lo indispensable para mi higiene.
    Hay una cosa que no me entrega, es un frasco trasparente con un
    contenido espeso y oscuro, lo reconozco. Retira el trapo de tela blanca
    del ungüento que ha de acompañarme en todas mis batallas y mete dos
    de sus dedos para sacar un poco. Sin comprender qué hace se estira de
    nuevo entre los barrotes y sin esperarlo pone la pasta fresca debajo de
    mi mejilla derecha hasta la altura superior de mi mentón, como si me
    dibujara el contorno de la mandíbula.
    No me muevo, la caricia y la textura dan una sensación muy agradable. Cierro los ojos. Suspiro al abrirlos de nuevo y el leve escozor de
    su tacto trae a mi oscura memoria la escena del guardia golpeando mi
    rostro con el fuete:
    —No me acordaba.
    —Qué bueno que no te ha dolido.
    —¿Cómo está?
    —Estará bien.
    —¿Crees que deje cicatriz?
    Sus delgados hombros los levanta y con los labios apretados niega
    con la cabeza: me doy cuenta que no tiene idea.
    ¿Tan mal está? En la oscuridad de lo absurdo siento un filoso
    dolor en el rostro que me anuncia la verdad: ¿qué importa? Voy a morir,
    pienso con un nostálgico suspiro.
    Baja sus brazos y el ungüento que le queda entre sus dedos se lo
    limpia dentro de su camisa blanca.
    —No te han hecho más daño, ¿verdad?
    Pregunta muy ansioso con una mirada verde que suplican que
    sea así.
    —No ha ocurrido nada, me dan alimento, pero no puedo comer.
    Es una pesadilla Séneca. Es mucho peor de lo que se puede decir de las
    mazmorras. Sólo faltan los esqueletos y las ratas para la más diabólica
    película de terror. Pero esos lamentos… ¡Dios, me hiela la sangre! No
    he podido dormir. El respirar me cuesta y no por el asma, sino por la
    peste. ¿Dónde estoy?
    —Estás en La Torre Aka, es aquí donde confinan a las personas
    acusadas de traición y esperan su juicio.
    —¿Pero, por qué? —A punto de perderme en la histeria demando una explicación. Estoy enferma de los nervios—. ¡No murió nadie!
    ¿Exactamente por qué me llaman traidora?
    —El uso de hechicería o statem es casi tan grave como actuar en
    contra de los reyes y Electus.
    —Es por lo que pasó con el guardia, ¿verdad?
    —Te lo adjudican.
    —¿Cuándo será el juicio? —El rostro más bello, al que he podido sacarle muchas risas, besar, contemplarlo en buenos e inolvidables
    momentos, ahora está llenándose de lágrimas. Se rasca tembloroso el
    cuello. Al hacer eso observo por primera vez esa parte de su cuerpo y
    noto que lo tiene sumamente irritado, incluso le salen pequeñas gotas
    de sangre. Con voz suave, preocupada de que mis estupideces también
    le hagan daño, insisto: —Séneca, ¿qué pasa? Nadie me dice…
    —Normalmente se hace un juicio —me interrumpe e intenta
    tragar saliva de su boca seca— y puede ser un poco largo cuando se
    trata de acusaciones de esta índole. Lo que pasó en Alqedia es alimento
    para esta carroña. Mikel me dijo unas cosas, pero te soy sincero, aun
    no puedo entender sus palabras. ¿Es verdad lo de tu hermano? Cuida lo
    que dices, nos pueden escuchar —me advierte en apenas un murmullo
    cuando voltea inquieto a todas partes.
    Enfrente de mi celda, a un metro de distancia, sólo hay un muro
    y a los lados otras celdas, pero no he escuchado en ellos que otros sean
    parte de este inframundo. Puede ser que ya estén enloquecidos como yo
    lo estaré pronto y ya ni ruidos primitivos sean capaces de emitir. Uno
    estando aquí exige morir. Estoy segura de que es mucho peor castigo
    vivir en la incertidumbre y en estas condiciones, que la misma muerte.
    —Cree lo que te haya dicho Mikel —solamente mencionar su
    nombre es miel en esta oscuridad— ¿Y mi niño cómo se encuentra?
    Debe estar muy asustado.
    —Y también está furioso como nosotros. El pequeño está muy
    angustiado de que creas que de nuevo es ladrón. Dice que no robó nada,
    que el hijo del comerciante mintió. Y al investigar es cierto. El niño
    envidia a Mikel, por la manera como ha cambiado su vida; lo acusó de
    tomar frutos del puesto de su padre —se rasca inquieto donde siempre—.
    Con los antecedentes del muchacho todos lo creyeron.
    —Después llego yo y complico todo mucho más —lo lamento
    profundamente.
    —¿Por qué dijiste esas palabras, Jussy?
    —Creo que fue latín. No tengo idea y mucho menos qué significan.
    Llevo estas semanas pensando y no encuentro alguna razón.
    —Pudiste leerlo en los libros y en el dinero, en todas las monedas
    viene grabada la frase.
    —Pude haberlo leído, pero no recuerdo. Sólo sé que fue muy grave
    lo que dije. ¿Qué significa? ¿Tan ofensivo es?
    —No es por lo grave de las palabras, sino que alguien se atrevió
    a mancillarlas. No fueron dichas para quien fueron hechas: los reyes.
    Significan algo así como: «mi sangre ha hablado» o «mi sangre habla».
    Fue creada para recordarnos el gran linaje y poderío de la cual ellos
    descienden: los Hénebron. Es el mandato que pronuncian los monarcas
    de primera línea cuando una orden importante o de decisión crucial ha
    sido tomada, es el sellar tal decisión definitivamente. Y tú lo dijiste.
    ¿Por qué?
    —Juro… —trago saliva ante su insistencia— juro que no sé cómo
    es posible que no recuerde donde lo leí y mucho menos pronunciarlas
    sin titubear.
    —Lo dijiste perfectamente —se queda viéndome—. Rebeca,
    acércate, a la luz… por favor.
    La única iluminación que debería estar es la de una antorcha que
    se ubica colgada en la pared, cerca de mi celda, de lado izquierdo, pero
    no están encendidas aún porque no es de noche, aunque prácticamente
    a nuestro alrededor todo está en penumbras.
    Por su expresión me tenso todavía más, tanto que me tortura el
    cuerpo, pero hago lo que me pide.
    Toma con cuidado mi rostro entre sus manos.
    —¿Qué pasa?
    —Rebeca, tienes… —apenas le sale la voz— tienes los ojos de
    otro color.
    —¡Qué! —susurro sin poder encontrar sentido alguno.
    Me arrodillo para buscar en el suelo de tierra roja si hay algún
    vidrio o algo que sirva para verme, pero nada. Los cubiertos son de
    madera y el alimento son frutos frescos: pan, quesos, carne seca y más.
    Nada que venga en algo reflejante, ni el agua o el vino que vienen en
    botellas como plastificadas. Supongo que evitar metales y vidrios a
    los prisioneros no les facilita el control de su vida y así no den fin a su
    conservación, con sus propios términos.
    —Son oscuros…
    —Ese es mi color —me giro para verlo inmediatamente.
    —Pero cómo un verde oscuro, como si algo quisiera mezclar tus
    ojos,; parece que aún ellos persisten. ¿Algo les ha caído?
    —N…no —tardo en contestarle mientras hago el recuento de los
    daños. No tengo que meditar para casi estar completamente segura: —No.
    Los tallo con fuerza. No siento ni dolor o ardor. Zéro.
    —¿Ya? —Enseño mis ojos para que los examine de nuevo.
    —Siguen igual.
    Una fuerza invisible como poderosa agudizan mis sentidos:
    —¿¡Qué está pasando, Séneca!?
    —No sé qué está ocurriendo contigo… ¡Dios, no lo sé! —Las lágrimas vuelven a salir con desesperación de sus hermosos ojos sin brillo.
    Respira profundo y se seca con brusquedad la cara con sus manos—.
    Rebeca, este lugar es para traer a traidores en la espera de un juicio,
    sin embargo, en tu caso mucha gente vino como testigo, fue afectado
    un guardia delante de todos y creen que con ayuda de brujería. Decir
    las palabras reales es una grave ofensa e intervenir en un castigo, no
    obstante, nada comparado con la intervención de Gabriel: porque llamar
    a los muertos es hechicería oscura.
    —Pero yo no…
    —Eso nadie lo sabe. El punto es que hubo manejo sobrenatural. El
    que nadie viera a tu hermano te acreditan su acto. En este caso, Rebeca,
    no va a haber juicio.
    —¿Eso… eso qué significa? —Apenas puedo hablar. Estoy aterrada
    porque creo entender que quiere decir eso. ¡Pero jamás podría aceptarlo!
    —Quería que la reina viera tu caso personalmente, aunque tiene el
    statem de visualizar el futuro no es peligrosa para nosotros por descubrir
    cómo te traje. Sólo su poder se presenta en situaciones transcendentales,
    tú no eres de su interés. Al tocarte vería que no eres una amenaza para
    ella y mucho menos para el reino.
    En los continentes llaman «canciller» a la persona más cercana
    y con el mayor cargo después del monarca, aquí obtiene el nombre de
    «Lord Ballak». El hombre que se encuentra en turno con este nombramiento tiene el statem de sentir el nivel de poder de las personas,
    al tenerte enfrente sabría que tú no tienes ningún statem y no podrías
    haber hecho eso que te acusan, pero…
    —Has tenido audiencia con la reina —soy fríamente mordaz y no
    es una pregunta, por regirme mi trastorno—. Le has explicado todo,
    ¿cierto?
    —No, Rebeca —dice mi nombre como una lamentación. Comienza
    de nuevo a llorar con desesperación. Parece ahogarse por las emociones—. ¡Dios, por favor perdóname! Yo nunca… Si hubiera sabido no…
    ¡Sólo te traje a morir!
    —¿Séneca?
    —Se dictó sentencia hace unas horas y… mañana a medio día está
    programada tu ejecución.
    * * *
    La única ventilación que hay está en el piso, unas pequeñas aberturas cuadradas que se encuentran en las paredes laterales. Eso explica
    por qué cuando llegué era tan venenoso el olor de putrefacción, desechos,
    aroma que para entonces no siento pues mi sentido del olfato… como
    todo en mí, está carcomido. Es imposible, que esas pequeñas ventanas,
    en las que apenas puede caber una cabeza, puedan ventilar lo elemental.
    Es por eso que, sentir de repente, una corriente de aire gélido en mi
    espalda me pone en alerta.
    Me giro lentamente y lo que me encuentro es lo último a lo que
    espero enfrentarme:
    —Gabriel.
    Aun llamándolo sigue igual: sus rodillas dobladas cubriendo su
    cara agachada. Está mi hermano sentado en el otro extremo de la celda
    de aproximadamente tres metros por tres.
    —¿Gabriel? —Insisto.
    Me enderezo sobre mi cobija café y me pongo de rodillas, sentándome sobre mis pies.
    —Háblame… por favor.
    —Yo pensé que ya no querrías verme.
    —Ey, ¿qué pasa?
    —Pronto estarás conmigo… —lamenta con voz ajena a esta
    vida—. Aquí no es bonito, pero gracias a ti estaba bien. Tú lo hacías
    diferente al tener tu cariño, estar siempre en tu corazón. Hay muchos
    perdidos y la mayoría me asustan. La muerte no es tan fea como lo que
    tendrás que conocer aquí. Y ahora… ¿Qué será de nosotros? Yo debía
    cuidarte y no…
    —Gabo —lo llamo, pero el sigue sin moverse y repite en catalán
    lo que sin sentido ha comenzado a decir como disco rayado, que es cada
    vez más rápido, vacío y me pone los pelos de punta. Convirtiendo su
    visita en algo paranormal, inquietante—. Mírame, Gabriel —y el niño
    sigue y sigue con las psicofonías…
    —¡Por Dios, para!
    —¡Qué! —Dice mientras levanta su rostro, recuperando la cordura.
    —No es tu culpa…
    —Si hubiera sabido que a ti te acusarían…
    —La culpa es únicamente mía, yo provoqué la situación. No vuelvas
    a responsabilizarte por mis decisiones.
    —Pero yo…
    —Gabriel, no por favor, no sigas. No debería nadie protegerme
    si no fuera tan estúpida, como para alterar todavía más las circunstancias. Desgraciadamente no sé de dónde saco tanto valor idiota en unas
    situaciones y tan cobarde en las cosas importantes. Creo que ser una
    Mares Fabré, sin saber manejar lo que conlleva, me ha dañado más de
    lo esperado —bromeo por mi hermano.
    —Padres y abuelo tan fuertes, ¿verdad?
    —Imponentes, se dice —mi primera y la que será mi última
    enseñanza hacía él; deseo imprimirle todo mi cariño—. Tanta fuerza y
    poder creí yo también tener. Pero nada de lo bueno heredé. Tan absurda
    ha sido mi vida…
    —No es así Bolita, tú eres...
    —¿Y qué soy? Nada —reconozco con un asfixiante nudo en la
    garganta—. Me gustaría acusar a alguien o a algo por la nada que fui.
    Pero algo sí aprendí, Gabriel: nadie es víctima de otros; y sí de nuestros
    propios demonios. Es cierto que no tuve una familia, fui abandonada
    realmente, sin embargo, eso no me excusa en haber sido como fui: tan
    indiferente a los demás, teniendo todas las herramientas para ayudar,
    servir con tantos recursos, quizá cambiarles la vida a las personas… no
    obstante, no lo hice. Mi autocompasión destructiva hizo que no fuera
    verdaderamente feliz, cuando realmente tal vez podía. Pero eso jamás lo
    supe porque nunca lo intenté. Quería tener culpables, que reconocieran
    sus errores y mi arrogancia fue tal porque además quería que ellos lo
    arreglaran todo. Buscaba y buscaba: cuando yo era la directora de mi
    vida. Nadie más. Debemos ser felices con lo que tenemos, no crear un
    infierno por lo que no. Tú sigues aquí atrapado sin descanso esperando
    que ame la vida —salen las lágrimas con mucha presión por todo ese
    tiempo que las obligué a contenerse—. Se murió el hijo equivocado.
    —¡No digas eso, Bolita! —Exclama muy alterado, asustado.
    —Sólo digo la verdad. Todo hubiera sido diferente: Isabel y Aarón
    juntos, amándose como nunca. El viejo feliz con su heredero. Tú a tus
    veintitrés años habrías hecho grandes cosas: siempre pensabas en los
    demás. Eras tan pequeño, sin embargo, sabias ser leal, de buen corazón
    y dabas sin que te lo pidieran. Siempre tratando de regalarle alegría a
    todo el mundo. Esa fue tu perdición: alguien tan bueno no podía estar
    en este mundo de mierda, pues nadie merece a un ángel como tú.
    —¿¡Un ángel!? —Grita conmocionado poniéndose de pie—. ¿¡Qué
    ángel te lleva a la muerte!?
    Volteo el rostro hacia arriba para fundirme en la mirada nocturna, idéntica a la mía, la de mi hermano; sin aceptar mi destino, pero sí
    comprendiéndolo testifico con una juventud marchita:
    —Un ángel justo.
    * * *
    Es abierta la celda de al lado y las paredes de piedra no permiten
    saber, por fortuna, quién es el nuevo gemelo de mi tormento.
    Ahora menos puedo dormir (así estoy desde hace una hora que se
    fue Gabriel para acompañar a Mikel), no quiero cerrar los ojos temiendo
    que así llegue más pronto el nuevo día que escoltará mi vida al olvido.
    Desgraciadamente el tiempo no es compasivo con nadie, es hambriento,
    voraz, acabándome minuto a minuto.
    —¡Yo no soy ningún traidor! —Dice el nuevo prisionero de voz
    grave para sí mismo, pues los guardias se han ido hace rato—. ¡Sólo
    hice justicia!
    Escucho que empieza a caminar como león enjaulado. Alcanzo a
    visualizar sus botas cafés, por las barras que están en la parte inferior
    de la pared en cada cuarto, conectando así las celdas.
    Supongo que se percata de mi interés, al agacharse también. Es
    un hombre. Tiene barba de pocos días y cabello igual de corto, oscuro,
    como su piel. Sus rasgos faciales no los puedo visualizar bien por la
    penumbra que nos gobierna.
    —¿Sois vos la mujer acusada por uso de hechicería? —Sus
    ojos negros tratan de leer mi inexplicable rostro. Por su tono de voz
    supongo que no debe tener más de treinta años—. Ayer me entero
    de vuestra próxima ejecución y hoy sigo vuestro legado. Yo también
    he usado mi statem: maté al amante de mi madre —profiere con aire
    de satisfacción— ¿Qué sintió matar al guardia? —Me interroga con
    un dejo de complicidad.
    —Yo no he matado a nadie —contesto a la defensiva en mí ya
    perfecto inglés.
    —Eso dicen de vos —sigue bocabajo, se mueve incómodo, no sé
    si por estar en esa posición o por la manera que le contesté—. ¿Gustáis
    desahogaros? —Ahora su actitud es la que me molesta por la confianza
    con la que me habla.
    —No.
    —Deberíais, serían de vuestras últimas palabras.
    —Por lo mismo quiero que sean solamente mías.
    —Teneis razón. Lo lamento… yo querré lo mismo llegado
    mi tiempo.
    De un movimiento muy ágil se pone de pie.
    Transcurren varios minutos; nada más escucho de nuevo el eco
    del infierno humano. Lo cierto es que no me importa lo que pueda salir
    de los labios de ese compañero, ya nada me hace sentir, pero es obvio
    que él desea liberarse y distraerse quizá para hacer menos dramático
    nuestro destino. Para no seguir con mi tormento, decido mejor pensar
    en otra cosa por difícil que sea, por eso le pregunto:
    —¿Por qué lo hizo?
    Después de unos minutos se vuelve a acostar sobre la fría superficie
    roja y me ve entre los barrotes.
    Baja la mirada para responder meditabundo.
    —Acabé con su vida porque estaba queriendo tomar a la fuerza a
    mi hermana, y descubrí que no era la primera vez —la rabia que controla
    sus palabras me eriza la piel—. ¡Nada más tiene ocho años! —Me agrega.
    Imaginar una escena así me hizo de verdad pensar en algo más.
    El recordar a mi hijo, que alguien pudiera hacerle daño…
    Se nos ha impreso en el alma como doctrina que sólo las deidades tienen derecho a ejecutar a su arbitrio el juicio y castigo; a
    nosotros los comunes mortales como dogma nos imponen perdonar
    y olvidar los agravios.
    —Lo comprendo —le digo al hombre de piel oscura, a quien ya no
    tengo en la mira. Y recuerdo sus palabras al llegar: Aunque no es justicia,
    sino venganza… es una de las muchas cosas que el cazador me hizo ver
    y con gratitud he de llevarme hasta el final conmigo.
    —Pero la venganza es muchas veces más confortable —estas palabras me sacaron de mi ensimismamiento. De repente vuelve aparecer
    y se agacha para acomodarse bocarriba, acostándose sobre la tierra
    comprimida—. Entonces sí ha usado hechicería. —replica con un tono
    más amigable.
    —No, no tengo ningún statem, mi heredi es ignavus. Pero he tenido
    la mala suerte de estar varias veces en los peores momentos siendo para
    los demás la protagonista.
    —Hay ignavus que compran áreas, manipulan la propia naturaleza
    y energía para obtener su statem artificial. Podría ser ese vuestro caso.
    Y si es así, no os juzgo, yo menos que nadie lo haría. Cada persona tiene
    dentro el lobo que exige carne y la mayoría intenta no ceder como lo
    reclama nuestra debilidad.
    —Yo lo llamaría limitaciones. Somos insignificantes —agregué
    con desgano.
    —Al fin y al cabo, sólo somos humanos.
    —Mis infiernos ya me han vencido hace tiempo —confieso con
    dolor por darme cuenta tarde de la verdad y siempre haber fingido
    que todo para mí podía ser posible—. El lobo de mi interior me
    ha tragado.
    —Si es verdad lo que decís, lo lamento sinceramente. Tenéis
    mala estrella.
    —Aun con todo esto me considero una joven con suerte —una
    sonrisa brota en mis labios desde el alma—, porque, gracias a los hombres,
    que tanto amo en mi vida, no me da gusto morir. Antes no pensaba en
    ello, pero dudo que haya sentido lo que perdía al irme. Me duele dejar
    a mi hijo sin su madre y a mi verdadera familia sola —me refiero a mi
    hermoso y a la bella pelirroja, a quienes, a pesar de no ofrecerles nada
    más que mi amor y lealtad, me dieron su todo—; no poder volver a ver,
    a besar, al hombre que me enseñó lo que es amar… Me enfurece dejar
    de vivir por ellos. Porque ahora sé que tengo mucho qué ofrecerles y
    ya no hay tiempo.
    —¿Por qué hasta ahora?
    —Por el miedo de poder ser feliz y que después me fuera arrebatado —me río raspándome la garganta seca, mi risa vacía, sin matiz, sin
    nada digno por qué florecer—. Lo sé, fui una persona que sólo alimentó el miedo; no tener el valor de enfrentarme a la vida me ha dado lo
    que merezco.
    —¿Para qué vivir si os atemoriza tanto la vida?
    Esa es la razón por la que estoy aquí: la vida y sus procesos, para
    cada uno ofrece sabiduría, tarde o temprano. En mi caso, mi existir fue
    muy precoz y en su carrera vertiginosa, con una esencia muy frágil y
    fugaz; como ahora entiendo fugaz mi gozo con los que me enseñaron
    el sentido del amor.
    * * *
    Todavía ni se enfría la celda del prisionero, que los guardias recién
    se llevaron, haciendo crujir el piso con sus severas pisadas, cuando a
    los pocos minutos escucho de nuevo su regreso, como maldito llamado.
    Ruge espantosamente la reja vecina y enseguida se acompaña de
    un fuerte golpe; en ese instante veo, por esa conexión de celdas, caer a
    un niño. ¡Un niño!
    Cierran la prisión y, sin piedad, los hombres se van, dejando a este
    ser tan pequeño llorando con espasmos violentos... invadido de temor y
    a expensas del inclemente frío.
    El niño sigue tirado y su cara está rojísima, empapada de lágrimas y mocos. Tal escena es devastadora, a pesar de mis condiciones no
    puedo dejar de sufrir por él.
    Me acerco a la pared que compartimos y, de rodillas, inclino el
    rostro al ras del suelo para verlo.
    —¿Te encuentras herido?
    Sobresaltado se arrastra como poseído hacia la pared para alejarse
    de mí. Al pobre le he dado un susto de muerte, afectándolo todavía más.
    —Perdona, nada más quería hacerte sentir que no estás solo.
    El niño lleva ropa sin telas o adornos de lujo. Sus prendas negras
    lisas apenas han de cubrir la piel pálida. Sus botas llegan, como la mayoría del calzado masculino en invierno, hasta la rodilla.
    Le doy la espalda al aterrado prisionero mientras me estiro para
    tomar una de mis dos cobijas y compartir así lo que me trajo Séneca.
    —No tarda en hacer más frío por el tipo de pared —dejo las cosas,
    como puedo, filtrándolas entre los barrotes en su lado—. La comida es
    de hoy —le comento tratando de despertar confianza.
    Me contempla el pequeño con sus lágrimas; está tembloroso por la
    mezcla de sentimientos que lo atormentan: incertidumbre, miedo, dolor…
    —Mañana ya no estaré; también te daré la otra cobija antes de
    mi partida. Ya no la necesitaré. —Al escuchar mi patético destino noto
    que suaviza su postura tan recia ante mi presencia—. Me recuerdas a mi
    hijo, se llama Mikel —le sonrío enseñando mis dientes delineados; que
    ahora lucen sin esa especial luz que, según decían las demás personas,
    era única—. Bueno, él tiene sólo cinco años. En unas semanas cumplirá
    seis. —Continúo en mi monólogo; e imagino esa pequeña figura quizá
    ahora sin tanto temor.
    Como despedida le obsequio otra sonrisa y me alejo.
    Alcanzo a escuchar que dice algo, pero no comprendo; su voz está
    muy pastosa por el martirio que parece quemarle la garganta.
    Me vuelvo a poner de rodillas y bocabajo para verlo.
    —¿Perdón?
    —Maillik —intenta aclararse la garganta, no logra mucho—. Me
    llamo Maillik Di Jarmut.
    —Lindo nombre, Maillik —me sorprende, con las pocas horas
    que me quedan de respiro, esté naciendo en mí un lado dulce, incluso
    maternal—. Yo me llamo Rebeca. ¿Qué edad tienes?
    —Doce años, señora.
    Se pasa las manos para limpiar su cara; con frustración las seca
    en el pantalón.
    Con el rostro un poco libre me permite poner atención a sus
    facciones. Niño de rasgos completamente caucásicos. Tiene la sangre
    Darkyria, por supuesto. Rostro alargado, nariz recta; ojos grandes
    azabache, que igualan el negro intenso de su cabello levemente largo.
    Son muy bellos sus ojos de abundantes pestañas rizadas, que centellan
    por las lágrimas que las coronan.
    —¿Entonces mañana morirá?
    —Sí.
    —Yo todavía no sé cuándo.
    —No pierdas la fe, todavía no han hecho tu juicio.
    —Con heredi tan insignificante, un nothus, sólo tengo algunos
    derechos y no cuento con dinero para pagar un ministro de derecho y
    se encargue de mi caso, señora. La reina ya nos ha quitado todo, únicamente queda mi statem y lo quiere.
    Entonces la mujer desea esclavizar su alma por su don: un Azmarot.
    Dreko y Sénecahace tiempo me lo explicaron y quedé muy impactada por lo que significa, no obstante, no se compara con ser testigo;
    ahora veo de cerca a una persona real ser víctima de esta aberración.
    Nunca pensé que me tocaría conocer un ser con esa marca, al
    haber cada vez menos en el reino, según leí.
    Es un niño «Nothus», considerado un bastardo por ser de sangre
    «contaminada», pero cuenta con algún don por sus antiguas generaciones
    Electus; que seguramente tiene en su descendencia. Lamentablemente
    son tratados como ignavus por su sangre ya mezclada, cuando su alma
    es tan impresionante y especial como un Puro o Hechicero.
    —¿Tan grande es el poder que posees?
    —Lo dudo, pero ella tiene interés en él —se absorbe los mocos
    con fuerza—. Tengo la capacidad de encontrar personas. Me dan algo
    que le pertenece y lo encuentro en mi mente y sé la ubicación.
    —¿La reina desea ese statem? —Me invade un estupor solo pensar
    que, para localizar a alguien, se atreva a matar a un niño y mucho más
    me perturba la idea de pensar que no sea del todo necesario.
    —Si no es así… ¿por qué estoy aquí? No he hecho nada malo y
    mucho menos de lo que se me acusa. Mi familia no tiene dinero, todo nos
    fue arrebatado, por lo tanto, no puede ser para quitarnos, como a otros,
    los bienes. Sólo a mí me han arrestado acusándome de uso de statem,
    según dicen; es el testimonio de unos vecinos. Si la razón no es por mi
    don… ¿entonces? A menos que ser judío sea ahora un crimen, también en
    Darkyria —frunce el ceño y niega con la cabeza. Tampoco creo que sea el
    motivo. Te pueden arrebatar la vida por el mínimo uso de tus dones, sin
    embargo, son en el reino muy tolerantes con las creencias religiosas de su
    gente—. Es por eso que estoy seguro de que sólo debo esperar mi ejecución.
    Callada, lo escuchó atentamente, mientras por dentro mi corazón
    lleno de conmoción me consume al imaginar que, por una injusticia,
    llegará a su fin la vida de este pequeño y de qué manera. ¡Por Dios, es
    sólo un niño!
    —Maillik, aun no pierdas tu fe: estoy empezando a creer en
    los milagros.
    * * *
    —¿¡Qué!? ¡No! Si eso es posible: lo hago por ti —explota testarudo
    mi hermano.
    En audio apenas perceptible, pero firme, digo para que comprenda
    y sienta, la gravedad:
    —¡Qué yo escape es poner todo en juego! La supervivencia de
    Mikel, Séneca, Dreko y de Porcia. Ellos tienen su vida, saldrán sin
    problema adelante. Este niño, Gabriel, es hijo, es hermano de alguien.
    Quizá un ser amado por sus padres. Puede ser protector de una hermana que encuentra en este pequeño el gran héroe, su todo. —Proyecto
    mis necesidades emocionales de una realidad insatisfecha, ahora en la
    personalidad latente de este vecino en desdicha—. Sé lo que es perder
    a la persona que más quieres, por eso no se lo deseo a nadie. Este niño
    que apenas conocemos puede, con tu ayuda, escapar de aquí; jamás
    volverá a ver a su familia, pero vivirá. Ellos serán intimidados, pero no
    por mucho. Esa gente ya no es importante para la reina, sólo Maillik.
    Cuando sus padres sepan que escapó entenderán que está vivo y eso les
    dará esperanza. Siendo únicamente un menor podrá pasar desapercibido,
    esconderse, cruzar la frontera. No importará que no tenga Fe de sangre,
    es listo, lo logrará y mucho más con tu ayuda.
    —Pero…
    —¡Ya te expliqué todo! —le susurro trastornada entre la oscuridad avasalladora de la noche y repito por enésima vez—. Zoleig queda
    cerca de aquí; se encuentra detrás de las montañas. La reina pondrá en
    alerta todas las zonas fronterizas, sobre todo las de Zoleig. —Todo fugitivo busca irse al otro reino porque es la única opción para comenzar
    una nueva vida—. Maillik debe esconderse durante un año y un día
    por el Tratado de FalcŎnez que pactaron ambos gobiernos. —Tratado
    que obliga al reino vecino a ser «solidario» y convertir la persecución
    hacia un delincuente, en un anhelo propio, pero sólo por ese tiempo—.
    Si logra que ninguno lo capture, se convertirá en un ciudadano libre de
    Zoleig y tendrá todos sus derechos y por lo tanto la protección del reino.
    Cumpliendo el tiempo que estipula el Tratado de FalcŎnez, Zoleig no
    tiene ninguna obligación con Darkyria y el niño ya no será considerado
    «enemigo» en el nuevo lugar. Maillik deberá ir a ofrecerle lealtad a su
    nuevo rey cuando solicite su carta de ciudadanía...
    —¿Cómo sabes todo esto? —con gran extrañeza Gabriel me escucha.
    —Los dos reinos hacen eso con cualquier desertor del otro, si
    en su reino están dispuestos a ofrecerles lealtades, pero, sobre todo, si
    tienen statem interesante para poner a su servicio. Y Maillik lo tiene.
    Acompáñalo todo el camino, por favor. Hazlo por mí.
    —Pero… ¿cómo lo sabes? —inclina la cabeza y con severa intensidad su mirada plagada de un halo nocturno se fusiona con la mía—
    ¿Qué le pasa a tus ojos?
    —¡Nada! —me impacienta sobremanera que cambie el tema—.
    ¿Estás escuchándome? Gabo, te lo ruego…
    —¡No quiero!
    —Por favor —suplico desesperada.
    Y sin decir nada más, desaparece.
    ¡Ay, Gabriel! Me lamento por el amor tan inmenso que me tiene
    mi hermano, ese gran cariño que no le hace ver con claridad.
    —¡Haré lo que me pides! —en forma inusitada lo escucho de nuevo,
    pero no lo veo a mi alrededor.
    Cuando comprendo de donde viene la voz me arrastro rápidamente
    a gatas para llegar a esas barras de hierro que están en el suelo, abertura
    reducida que me permite ver a mi vecino de celda.
    Ahí está Gabriel parado, viendo dormir al judío; por la presencia
    fantasmal el adolescente se cubre más su esquelético cuerpo, al descender
    su temperatura rápidamente y de manera sobrenatural.
    Gira su cabeza hacia la izquierda para verme directamente a los
    ojos; esa mirada que, desde su muerte, jamás volvió a ser de ese chocolate
    lleno de vivacidad.
    —Dile el plan; él al ser ciudadano lo entenderá, yo tendré todo
    listo según tus instrucciones —arruga su frente y su respingada nariz—. Y no esperes que le hable de milagros, que jamás a cambio de un
    sacrificio lo han sido.
    * * *
    No tenía ni idea de que, a los sentenciados a ejecución, debían
    prepararlos varias horas antes. Es lo que supongo que harán conmigo
    al indicarme salir de mi celda. El alba apenas empieza a despuntar; percibo lo joven del amanecer. La pureza del cielo anuncia un día claro…
    bello panorama y como una paradoja yo, escoltada a no sé dónde. Les
    pregunto a los hombres mi porvenir, pero no consigo respuesta.
    De nuevo me obligan a abordar el carruaje. Esta vez fueron
    unos minutos y llegamos a un enorme patio. No hay gente, nadie para
    ofenderme más. Muy tranquilo fue el trayecto, nada que ver con mi
    largo transitar de hace cinco días. Durante mi camino, enfurecidos me
    acompañaron todo el tiempo hasta acá, aumentando el número en cada
    poblado donde pasaba: eran muchos los sedientos por mi sangre. Fue
    tanta la muchedumbre que, un gran número de guardias fueron necesarios para controlar el caos que mi presencia ocasionaba. Desde que
    llegué han querido mi muerte; por fin la tendrán.
    ¡Malditos!
    Cuanto los detesto. Esta gente guarda una rabia mortífera; apenas
    llega una presa tan accesible como yo, deben acabarla. Me desprecian,
    aunque realmente yo no soy la que creó esos sentimientos sino sus vidas
    tan insatisfechas y atormentadas.
    Aun así, sin ser la causante de tanta amargura… Heme aquí.
    Pasamos por otra muralla con grandes estandartes cayendo desde
    arriba, de color morado oscuro. Las gigantescas telas tienen de diseño
    lo que debe ser el escudo real. El material es morado, con costuras en
    oro. Dentro de un escudo se encuentra una elegante letra «H» bordada
    en dorado. Debajo de la inicial, «Hénebron» le resalta unas hojas y abajo
    de estas, fuera del escudo, hay grandes cadenas unidas, y en cada una
    de ellas, una letra impresa. En el inferior del escudo está escrito en oro,
    con bella letra, uno de los motivos que esté aquí: locutus est sanguis meus.
    Es sumamente intimidante.
    Toda esta demostración de territorio y poderío, me hicieron
    comprender dónde estoy: había ingresado a la corte; acá los nobles que
    gozan la gracia de los reyes viven cerca, entre ellos.
    Hombres asomados entre las almenas que coronan el muro exterior,
    vigilan todo movimiento, hasta hace poco, inexistente.
    Rodeada por lo menos por veinte hombres, armados hasta su
    sombra, me escoltan. Es una seguridad excesiva, que antes no tuve,
    para llegar a esta ciudad. Así deben de creer que soy peligrosa y
    por eso desean cuidar a la gente que al reino le importa de verdad:
    los Electus.
    Entramos a un edificio donde aparecen personas caminando por
    todos lados, sin tener nada importante que hacer aparentemente, más
    que lucir su belleza y la opulencia de sus prendas.
    —¡Abrid el paso! —ordena un hombre de los que dirige mi traslado.
    La gente, con extravagante vestimenta (la juzgo de esta manera
    ante tanto lujo exhibido en cada centímetro se su cuerpo) se hace a un
    lado y me miran totalmente sorprendidos. Es obvio que no esperaban
    un bicho como yo infectando su mundo.
    Varias veces más, el hombre pide que la casta privilegiada no
    estorbe estorbar y estos obedecen aunque con total morbo, observando
    con asombro a la prisionera.
    Llegamos después de distintos pasillos amplios y salones ricamente
    adornados, de manera tan abundante que me hizo sentir todavía más
    miserable. Un lugar como este, con personas de tal linaje, nunca me
    darían la oportunidad de escucharme al resultarles tan insignificante.
    Ahora comprendo por qué, sin conocerme, me condenaron: supongo
    siendo tan miserable el acusado yo haría lo mismo.
    El salón que pasamos es mucho más grande que los demás al
    igual que sus soberbios ventanales, pero este no es nuestro destino; al
    cruzarlo llegamos a una entrada, con dos puertas de madera, cerradas,
    custodiadas por un par hombres.
    —Hemos traído a la prisionera, su majestad la espera.
    ¿¡Qué!? ¿¡La reina!? Exclamo en mi confundido pensamiento.
    Los hombres que cuidan la entrada afirman de manera enérgica
    y se retiran para que las tablas de madera oscura con sencillo relieve,
    se abran solas.
    Uno de esos sujetos toma un pergamino que le ofrece el líder que
    me ha traído y, con un bastón bañado en oro, pega tres veces en el piso
    y todo el gentío que hay en el interior se silencia al ganarse la atención
    el guardia.
    Apenas me estoy percatando que los hombres de la guardia real
    de Alqedia no son los mismos que hoy me traen a mi fin.
    Extiende el pergamino y lee con fuerza:
    —Sus Majestades, la prisionera del juicio mortem E-52 de La
    Torre Aka, con el seudónimo Rebekka de la casa Mares, heredi ignavus
    de las tierras de Alqedia, es quien se humilla ante su soberana presencia.
    Inmediatamente al escuchar lo último, reconociendo que es una
    orden, reticente inclino la cabeza.
    Yo jamás he de inclinar ante nadie. Jura una poderosa voz dentro de
    mí, tan potente que siento que tiene su propia esencia, confundiéndome.
    Me empujan al tiempo que jalan las cadenas que tengo en mis
    muñecas, para ingresar al lugar.
    Algo muy poderoso dentro de mí me obliga a levantar el rostro
    y sin ningún titubeo mis ojos se conectan a ese frío mercurio… Y por
    fin, después de todo esta humillante travesía, logro sentir calor, vida,
    en todo mi débil cuerpo.
    ¡Es Dreko!
    El cazador (está parado del lado derecho en la amplia sala de
    inmensos vitrales trasparentes, que iluminan con suave luz) con una
    cara furiosa me contempla. Parece que ni en mis últimos momentos me
    perdona lo idiota que soy.
    En medio, espera Séneca.
    Pero regreso la mirada al cazador y este sólo me sigue observando
    de una manera tan penetrante y fulminante que me hace temblar. Trago
    como puedo saliva.
    ¿Qué estará pasando?
    Según le entendí ayer a mi hermoso yo no tendría un juicio. Ya
    no pudo decirme más al llegar un guardia y prácticamente correrlo sin
    permitir despedirnos. Agradezco el que haya podido verlo, hablar con
    él y dejarle un mensaje a Porcia y a mi hijo antes de partir. Entiendo
    que estén los dos hombres de mi vida, pero… ¿y toda la demás audiencia? Hay mucha aquí. No es el lugar en el que esperaba morir siendo
    acusada de tan graves delitos. Me lo imaginaba al aire libre, arriba de
    un escenario que todos vieran que se hizo justicia para mayor beneplácito de los morbosos. Así por lo menos dice la historia de las primeras
    civilizaciones y lo confirman las películas.
    No puedo seguir intentado encontrar restos de lo que un día vi en
    los ojos de mi cazador, ese cariño que su hermosa mirada me decía lo que
    sus labios no podían declarar, por eso con dolor deposito mi atención en
    Séneca que se acerca a mí con paso denso y me toma del brazo.
    —Sus Majestades —dice él con voz extrañamente grave—. Les
    pido me brinden de su generosidad para hacer una presentación más
    personal y adecuada —yo no me atrevo a ver a los monarcas, y permanezco con mi rostro agachado. Hay un muy largo silencio—. Gracias.
    —le han concedido en este espacio la palabra— La señorita Mares, es
    pupila del señor Dreko y un familiar lejano mío. Es la única familia que
    tengo, por lo tanto, todo mi ser es para ella.
    Levanto un poco el rostro al querer comprender en la expresión
    de Séneca que está pasando, pero es casi tan indescifrable como la del
    cazador, aunque de una energía muy diferente: Séneca muerto de miedo,
    Dreko oscurecido de ira que apenas puede contener.
    —Muy amada; nos ha dejado completamente claro, señor De Kiev.
    Esa voz moderada de mujer me atraviesa el pecho removiendo
    mis anhelos que creí olvidados de una manera tan perturbarte y caótica
    que siento temblar el suelo que piso. Quedo muy mareada, con muchas
    nauseas. Necesito sacar algo, pero no sé qué. Giro instantáneamente
    para localizar la dueña de esas palabras.
    Es una mujer de una belleza tan impactante que es ella quien
    enaltece el trono, y no al revés. Su perfección es tanta que es desperdiciada en portarlo únicamente una reina, debería ser esa mujer de
    grandes ojos verdes una diosa, no contaminarse con la mediocridad
    de la mortalidad.
    Su cabello oro recogido está cubierto por una corona que su sola
    presencia es para recordar al pueblo que no somos nada comparado al
    poderío que maneja, dispone de las vidas de todo el pueblo... mi vida.
    —Majestades —hago una reverencia con una sumisión que no
    siento, pero tengo perfectamente claro mi lugar y sé que esa mujer
    es dueña de mi presente. Es por eso que mis rodillas débiles seden de
    inmediato a mi insignificancia y estupor.
    Había muchísima riqueza por donde se mirará: en el lugar, en
    los nobles, en los monarcas… ¡en el maldito aire! Es tanta, que sobra.
    Nunca pensé que la opulencia de tanto manifestarse pudiera ofender y se
    me hizo despreciable toda esta gentuza que devasta a los demás, con su
    superioridad, dejándolos a merced de su miseria cuando estos malditos
    podrían mejorar enormemente la vida del necesitado.
    Hay un hombre a la izquierda de la monarca; debe ser el príncipe
    consorte. ¿Qué sentirá vivir a la sombra de una mujer? Al casarse con una
    reina, y así marcarlo las leyes del reino, el hombre solamente se convertía
    en príncipe. Si muere la soberana el hombre perdería tal cargo que pasaría
    directamente a un heredero o familiar más cercano. Jamás, por ningún
    medio podría ser el rey. Ni la princesa Amelia, su hija, pues ella ya está
    comprometida con el rey de Zoleig, siendo imposible quedarse con el
    trono al que pertenece su linaje. La ley es muy severa en esta cuestión:
    ningún gobierno ajeno tendrá derecho de dirigir, sólo alguien de sangre
    directa. Lo mejor que podía pasar es que la reina «virtuosa» muera y sin
    ninguna guerra civil se inicie una nueva Era con raíces puras. Si yo lo
    pienso, que soy tan ajena al tema, ni lo sufro, ya me imagino los que sí,
    los que están hartos de tanta injusticia y de esa gente que, como buitres
    esperan el final de la mujer para luego deleitarse en sus vísceras. Por
    una milésima de segundo me compadezco de la mujer, porque es claro
    que ha dañado, por completo, la razón por la cual debe existir… viviendo
    la presión inminente y mortal del reino vecino. El monarca enemigo
    ya tiene dos herederos varones, como constante amenaza para querer
    mostrar su potencial superior sobre Darkyria. Tener otra reina para el
    rey de Zoleig no es necesario para fines de Estado, pero sí para la mejor
    venganza y la reina Hénebron ya no puede hacer nada, demorar en que
    llegue la declaración de guerra o el golpe de Estado. La era Darkyriana
    está en su fin… pero también su gente y eso parece alejado de la vista
    del pueblo al exigir con tanta sed, sangre de su soberana. Sin embargo,
    no parece que comprendan que, si ella fallece, el reino entero lo haría;
    de eso, inexplicablemente, yo tenía la certeza.
    —Su Majestad —un hombre se adelanta para detenerse entre su
    reina y yo—, permítame insistir en que esto jamás ha sido el protocolo.
    Una vez emitida la sentencia se debe…
    Solamente al levantar su mano derecha, la mujer de apenas veinticinco años, calla al alto hombre de piel blanca, ojos y cabello negro y
    traje verde oscuro.
    Con solemne seriedad la joven monarca se dirige a él:
    —Por desgracia conozco muy bien cómo se manejan las sentencias
    de traición, pero, si no pudiera quebrantar lo señalado, no sería la reina.
    Todos se ríen queriendo complacer a su jerarca.
    ¡Estúpidos!
    ¡Qué les den! Es lo único que pido en mi interior.
    Así es como se está manejando mi vida. Para toda esta gente nada
    más soy un divertido juguete, y decidir mi destino es su falaz divertimento
    y, sobre todo, ser los artífices del final. Así se complacen y justifican
    su tiempo ocioso. Me observan como rata de laboratorio, analizando
    impasibles cómo actuaré en el siguiente acto.
    —A sido el joven De Kiev —continúa la dama, con un peculiar y
    exquisito tono de voz— un hombre leal a su reina, a su reino y servidor
    como nadie de su príncipe —Así es como describe a Séneca.
    —Pero la sentenciada está protegida por un Gnati —exclama otro
    hombre, este de ojos oliva y barba oscura que hace contraste en su piel
    clara—, dicha condición es uno de los máximos enemigos de nuestra
    paz, Majestad —añade para luego volver a su posición lambiscona.
    —Lord Ballak, hablad —exige la reina en dirección a un noble
    calvo, de muy característica genética egipcia, con vestimenta totalmente
    blanca; este solo asiente una vez con solemnidad, dejando un toque de
    complicidad entre ambos.
    El hombre después del príncipe, al ubicarse unos tres metros del
    lado derecho de su reina, es la persona más cercana a ésta; sin duda es
    tan importante como ayer me mencionó Séneca. Jamás había visto en
    otros individuos el detalle en joya que este lleva: finas cadenas de oro
    adornando todo lo largo de su oreja izquierda.
    La soberana entrecierra los ojos. Se pone de pie. Es una mujer muy
    alta, de cuerpo estilizado. Lleva un vestido morado con mangas largas,
    escote de corazón y cuello alto, que marcan las líneas de su cuerpo en
    un elaborado diseño. Todo bellamente rico en costuras doradas. Llama
    notablemente la atención la corona, de un trabajo que lo convierte en
    una obra de arte, con impresionantes diamantes y perlas; luce un sencillo
    dije en su pecho, de material también dorado.
    —Venid conmigo —me ordena.
    No salgo de mi asombro: ¡es tan joven!
    Ante este requerimiento sobresaltados todos protestaron.
    A la orden muy sutil de su soberana con la cabeza un guardia grita:
    —¡Callaos!
    —¡Es peligroso! —resuena un grito proveniente del salón.
    Con actitud autoritaria desciende los dos peldaños de su trono:
    ignora a los presentes.
    —Lord Ballak, Sablém y varias personas más han asegurado que
    esta joven no es amenaza alguna. —Sus palabras fueron determinantes.
    Su actitud es tan arrogante que deja claro que no está dando
    explicaciones.
    —Venid conmigo —ordena de nuevo sin dar cabida a nuevas
    contradicciones.
    Parece que la puta fiestecita se les acabó.
    La mujer camina y la sigo. Del lado izquierdo de donde estaba
    sentada junto a su esposo hay una puerta.
    El príncipe, mejor conocido como Draguš «El leal», es un atractivo
    trofeo para una mujer poderosa. De una mirada impresionantemente
    turquesa. Es contemplar el majestuoso Mar Caribe, en su salvaje oleaje,
    en el momento incierto en que se avecina la más agresiva tormenta:
    belleza colérica que presenta eminente destrucción. Y con su cabello
    corto oscuro ofrece un sensual contraste, aunado a su piel de seda pura.
    Facciones hermosas que presentan su masculinidad: nariz recta, de toque
    respingado, una barbilla fuerte, de tímida actitud. Exquisito, pétreo…
    mundano. Sin embargo, con semejante semental comprendo porque la
    reina tiene amantes: hay mucha amargura en la mirada del príncipe; esto
    lo hace ver opacado por completo a lado de su mujer. El impresionante
    azul de sus ojos, que dejó su brillo tiempo atrás, le adhiere la nostalgia
    de una vida insatisfecha.
    La sobrecarga obtenida al ver unos segundos a este hombre, que
    no alcanza los treinta años, me dejó todavía más desconcertada.
    El guardia asignado abre la puerta trasera y de un solo movimiento la vuelve a cerrar, provocando un frenesí de murmuraciones en
    los curiosos acumulados de afuera.
    Es notable que es la reina; a nadie le gusta la situación y aun así
    no pudieron evitar su ejercicio de poder.
    Las esposas y sus pesadas cadenas ya son parte de mí, pero sí me
    están torturando las muñecas, no menos que mi orgullo. Trato de acomodarlas de una manera que no se claven tanto, sin embargo, es inútil.
    Definidamente estas mierdas fueron hechas para someter al cuerpo,
    tanto como al espíritu de cualquier ser viviente. Este último ruego, jamás entregar, es mi legado indomable espero me lo pueda quedar para
    soñar y no flaquear del todo en mi final.
    La habitación es amplia, pero tiene pocos muebles, solo un comedor
    de ocho sillas, unos libreros atestados de antiguos ejemplares, algunos
    cuadros de paisajes con gruesos marcos en madera y, estatuas de hierro
    de gran tamaño; casi tienen la estatura de un humano; llenaron ese
    desagradable espacio con mudos verdugos.
    —Mis hombres pudieron equivocarse con vos y que no seas
    realmente una amenaza —profiere la reina; su actitud ha cambiado.
    Abstraída, su mirada esmeralda está dirigida hacia la inmensa chimenea
    de la estancia que, llena de leños, da un suave fuego. Se gira para mirarme
    de frente y con mirada penetrante continúa su diálogo—. Pude captar
    como queréis a esos dos hombres, es evidente; y por eso no haréis nada
    que los afecte, porque morirían al instante, si algo me pasa.
    La muy perra es también dueña de las palabras. Sabe amenazar
    con suma tranquilidad, es despiada y no puedo evitar que su controlada
    actitud me provoque un doloroso escalofrió en la espalda, que pulveriza
    mi angustia en cientos de partes.
    —No pretendo dañarla, Alteza. Soy una simple mujer a quien
    se le ha acusado injustamente —escupo estas palabras con fingida
    humildad.
    —Para ser simple como decís habéis provocado muchos problemas:
    dañado a los hombres que me sirven, blasfemar con sagradas palabras.
    Sin embargo, no pude dar oídos sordos a personas que aprecio y son tan
    leales a mi casa. No se debe permitir que se lleve a cabo una ejecución
    cuando no es un consenso de la mayoría y siendo así debemos realizar
    un proceso como corresponde. No obstante, mis hombres de la Cámara
    de Justicia, los altos mandos de la Cámara de Electus… y yo, nos sumamos al deseo de castigaros —la maldita quiere dejar claro que estoy a
    expensas de sus caprichos. Y si ella lo desea… ¡Dios!
    La efímera idea de que esta entrevista me imprimiera un halo de
    esperanza se volatilizó ante tal declaración. Mi único pensamiento es:
    mi vida le pertenece.
    —Pero vuestra gente supo conseguir mi atención.
    A pesar que mis ojos pronto verían una oscuridad perpetua, estoy
    tranquila, por una parte; sin pretenderlo, vino a mí la sutil imagen de
    Maillik. Saber que, en este momento, mi hermano debe estar ayudando
    a que por lo menos hoy un inocente se salve, me reconcilia un poco con
    la vida. Espero que Gabriel pueda hacer lo que le imploré. Si lo logra
    ese niño sería libre y con su carácter valiente; se forjará un futuro.
    Esta madrugada, lo desperté, apenas mi hermano se había ido. Le
    insté, con toda el alma y le juré que sería libre si hacía lo que se le dijera;
    se quedó muy callado escuchándome, casi conteniendo la respiración.
    No cuestionó la forma como ocurriría. Me llevaré en mi corazón como
    fui testigo de algo extraordinario, trascendental: ese niño se transformó
    en un gallardo caballerito, casi un hombre, al que le hice prometer que
    gastaría todo aliento, toda su fuerza, en no morir. Me lo dejó claro en
    sus últimas palabras. Los guardias abrieron mi celda, anunciando que ya
    venían para entregarme al sueño eterno, tan temido por el ignorante…
    y todos, en este maldito mundo, lo somos.
    —Shalom —sin poderlo ver, me despedí de todo corazón y le
    entregué los mejores deseos a mi pequeño compañero.
    Dentro de mi celda me aseguraron las burdas esposas en las
    muñecas, que para entonces ya habían causado estragos en mis manos
    terriblemente lastimadas
    Maillik se apresuró a agacharse para verme, por nuestra «ventana» de conexión.
    —¡Es judía! —el tierno muchacho lanza estas últimas palabras
    con toda su esperanza.
    Inclino el rostro hacía abajo y le sonrío con cariño, mientras me
    lastiman al cerrar el fierro oscuro debajo de mis manos.
    Me obligan, jaloneando mis cadenas, a caminar por el estrecho
    y largo pasillo.
    —Juro —al girar mi cabeza lo alcanzo a ver, aferrándose a los
    tubos de su celda mirándome partir—, que por vos yo decidiré cuándo
    mi alma será entregada —lo escuché gritar a lo lejos, poderoso y desafiante— y ese día no ha llegado aún. ¡Os lo juro, mi señora!
    Elevé una plegaria porque así fuera y, que ese hermoso y valiente
    ser, no acabara en la insignificancia tan pronto como yo. Mis recuerdos
    se detienen de manera abrupta y vuelvo a mi realidad y estoy en la corte.
    No puedo encontrar maldad en una mujer de presencia sublime.
    Su porte apacible, divino, una fachada creada con los años; lo lleva en la
    sangre al ser hija de reyes. Si no supiera que ordenó matar a un inocente
    niño por algo tan mezquino, juraría que esta persona no sólo es una
    joven con sueños, sino que, además, tiene sentimientos nobles… pero
    su apariencia es engañosa y monstruosa, como el encanto y destrucción
    que desencadena el canto de una sirena.
    ¡Cuánto la desprecio! Es tanto ese odio, que aun con todo lo que
    estoy enfrentando, me sorprende que sea tan intenso.
    —Le aseguro que solamente he estado en malos momentos. Jamás
    la traicionaría con palabras y mucho menos con comportamiento, Su
    Alteza —exteriorizo suavizando la voz.
    —¿Y pensamientos?
    —Nunca sería capaz de desear un mal o conspirar en contra de
    alguien inocente.
    Mis palabras, aunque maquilladas para alagar sus oídos, no la
    engañan. Lo sé al ver como su delicada nariz y ojos se dilatan, nada más
    por un segundo, pero suficiente para darme cuenta que no es momento
    de hacer valer mis principios, ya que he comenzado a alterarla: nada
    más mi vida es lo único que debo defender.
    —Dicen que vos estáis mal de la razón, pero a mí no me lo parece
    —profiere sin dejar de mirarme.
    —Debo reconocer que mi entendimiento ya no es el de antes
    —como dice Séneca: «un poco de verdad siempre es mejor que una
    buena mentira».
    —A de decir Lord Ballak: «todos mienten». Y es cierto. Sobre
    todo, entre estas paredes, en nadie se puede confiar. Pero a mí no me
    pueden mentir —amenaza con una voz delicadamente mortal: suave, no
    obstante, infunde mucho temor—, permitidme —y extiende sus manos
    para ponerlas en mí.
    Sin otra alternativa obedezco sin demora y me acerco a la joven.
    Siento sus tibias manos en mi cabeza provocándome un calor inexplicable
    que corre por todo mi entumecido cuerpo.
    Después de un rato que no pasa nada levanto la cara para verla:
    tiene los ojos cerrados.
    Pasan y pasan los segundos… que se sienten como una eternidad.
    Abre los ojos de golpe, llena de asombro, respira con largas inhalaciones, como si se sintiera ahogar.
    Retrocede poniendo sus manos enfrente de mí, como si se quisiera
    proteger de mí.
    Por cómo me contempla, me asusto. Su mirada la entrecierra y
    es intensa, mortífera.
    No cesa, no parpadea, como queriendo sacar una verdad en mí que
    no comprendo, una verdad que a mi parecer no poseo.
    Es tal su mirada que no puedo tragar saliva para permitirme preguntarle qué pasa, no logro hablar, ambas hemos quedado petrificadas
    e igualmente frías.
    Después de un tiempo, que apreció interminable, donde la vida
    deja de ser, retira sus ojos penetrantes y se gira, con su impasible porte
    gallardo, para salir del comedor.
    —¡No hay crimen alguno! —proclama con supremacía real.
    Yo sigo paralizada, sin poderme mover, y no por sus palabras, sino
    por lo que acaba de pasar… ¡Pero, ¿qué mierda ocurrió?!
    ¿Qué vería? Si me deja libre es porque no vio la verdad.
    ¿Habría visto mi muerte que no sería hoy, pero sí pronto? Tener
    de nuevo arrastrando detrás de mí, el fin de mi existencia, vuelve a aterrarme. Sólo quiero, por primera vez, que se me permita vivir… jamás
    pensé que algo natural, por derecho, se convirtiera en mi mayor anhelo
    y gran petición para con otros.
    * * *
    Debo quitarme esa idea. No pudo ver mi muerte, eso no le sorprendería. Debió ser parte de su statem provocarle esa expresión de sorpresa y
    angustia. No debe ser cualquier cosa controlar tan impresionante podery lograr ver el futuro de otras personas, pudiendo afectar el suyo. Suena
    simple para unos y, para otros totalmente imposible; pero, la reina es la
    única que comprende, vive y siente lo complejo que es ser ella misma.
    Séneca me dijo que únicamente visualiza el futuro de lo que puede
    afectarle, de lo importante, y yo no lo soy.
    La reina ubicada en el primer escenario, este aun con personas
    expectantes de mi suerte; pide que todos abandonen el salón, quedando solamente los monarcas, lord Ballak, Dreko, Séneca, varios
    guardias que se ubican en posiciones discretas, pero alertas, para
    proteger a su señora, y yo por supuesto también, siendo aún el tema
    único y principal.
    Toda esa gente noble había protestado por la decisión de dejarme
    en libertad, nadie estuvo de acuerdo. Con silencio acusador lord Ballak
    y el príncipe (siendo los únicos, de los que no querían juicio), permanecieron con seriedad inmutable.
    La mujer de sangre azul da el argumento de que es imposible
    que yo cometiera un delito semejante si solo soy una ignavus y, en su
    momento, sin ninguna carga de energía que indicara que manipulé
    hechicería o fuerzas «artificiales». (Es así como los isleños llaman al
    uso de energías no propias, obtenidas por otros medios: magia negra,
    como, por ejemplo). Y con respecto a esas palabras que dije frente a los
    guardias, las justifica la monarca por mis daños mentales, que ya son
    más que manifiestos en Alqeria.
    ¿Quién diría que ser golpeada con brutalidad, a mi llegada, sería la
    pieza clave para dejarme vivir? Es impresionante como verídica la frase
    tan gastada y para mí, antes absurda, que hoy me deja sin palabras: no
    hay mal que por bien no venga. ¡Amen!
    Y continúa agregando a mí ya anunciado diagnóstico.
    Informa también que mi demencia en el pasado jamás ha dañado
    a alguien y soy segura para interactuar con la sociedad, sobre todo lo
    demuestro por tener un trabajo como el que realizo. Me dejó estupefacta
    escuchar en boca de la reina que la baronesa de Quivira había intercedido
    por mí, dejando claro que no soy nociva para nadie. Laura no es una amiga, apenas hemos logrado intercambiar un par de frases, incluso estaba
    segura de que ni notaría mi ausencia. Sin embargo, nada más estuvo
    consciente, sino hizo el larguísimo viaje en su estado de maternidad solo
    para hablar en mi favor. Valoro y agradezco eternamente y con el alma
    ese gesto, porque sin conocerme, sin saber qué pasó realmente, arriesga
    su palabra por mí. Definitivamente: joven extraordinaria.
    —Sablém partirá a Alqeria con las liberaciones correspondientes
    para entregárselas al jefe de la guardia de la ciudad y se aclare este
    «penoso malentendido» —nos anuncia la reina al tomar asiento en su
    trono de impresionante ornamento dorado.
    Mucha mención de ese tal Sablém y ni idea quién puede ser o por
    qué tan importante, sin embargo, para este momento se ha convertido
    en un nombre que jamás podré olvidar: es mi redentor en este episodio
    tan crucial… ¡nada más vivir o morir!
    —Si gusta, Su Alteza, yo podría ahorrarle el viaje —con sumo
    respeto le dirige esta propuesta mi mejor amigo.
    —Estoy consciente que es apremiante limpiar el nombre de vuestro
    familiar, De Kiev, y por eso no os preocupéis, hoy mismo partirá Sablém.
    Es preferible que quien cumpla esta encomienda sea uno de mis hombres
    de más confianza, para que a todos os quede claro que, desde hoy, la
    señorita Mares no sólo está exonerada, sino también lleva mi gracia.
    —¡Oh, Su Alteza, de verdad infinitas gracias! —exclamo, aun sin
    poder procesar del todo la situación, pero con la gran sinceridad que se
    tiene a la persona que te concede el don de seguir respirando. Y hago
    una profunda reverencia, flexionando mis rodillas casi hasta tocar el
    suelo de mármol.
    —Creo, mi señora —por primera vez habla el príncipe consorte. Su voz suena cargada de hastío por la vida. Me recuerda a Dreko.
    Sigue en el mismo lugar donde lo conocí: en su silla, junto a la reina.
    Estoy segura que no se ha movido en absoluto todo este tiempo—, que
    la imagen de la señorita Mares se encuentra sumamente dañada y una
    simple liberación, aunque escrita por vos no sea suficiente para que
    esta agradable joven tenga la tranquilidad y respeto que merece. La
    gente continuará siendo despiadada. Es por eso que sugiero que se una
    a vuestras damas, en calidad de aprendiz. Aquí podría estudiar muchas
    cosas y asegurarnos de la lealtad que dice os profesar.
    —¿Cantáis? ¿Recitáis? ¿Tocáis instrumentos? ¿Algún talento
    que ofrecerle a vuestra reina? —interroga con hostilidad la soberana.
    —En absoluto, Su Majestad —contesta el cazador por mí. Dreko
    que estaba parado junto a las puertas principales, no escuché cuando
    comenzó a caminar y llegar hasta nosotros, colocándose a mi lado—.
    Aunque su oferta, es más que generosa, me temo que no somos merecedores de tan grande privilegio, desgraciadamente —me toma de la
    mano derecha para besarla del dorso con delicadeza. Una fugaz mirada
    intercambiamos cuando sus labios tocan mi piel. Baja mi mano, pero no
    la suelta y ve de nuevo al príncipe—. La señorita Mares es mi prometida
    y estamos muy próximos a contraer matrimonio.
    Todo el aire sale de mi cuerpo junto con un débil quejido ante
    dicha declaración.
    Dejo de ver el perfil de mi adonis para hacer un intento absurdo
    de despabilarme y enderezo el rostro hacia enfrente. ¿Por qué inventar
    tal barbaridad?
    Tomándose de los descansabrazos de la silla, el príncipe se pone
    de pie lentamente.
    —Nadie lo había mencionado antes. No veo alianza de compromiso —frunce el ceño con aire curioso.
    —Con toda esta desagradable situación debió perderlo, Su
    Excelencia —Séneca miente con una evidente tensión al igual a la
    que yo experimento. El único visitante que no está en sintonía con
    nuestro nervioso sentir es Dreko, que se encuentra ahogado en cólera,
    aunque estoy segura que soy la única que lo percibe, al conocerlo
    tan bien, porque con esa gracia diabólicamente varonil que le sale
    natural, puede distraer a la siguiente víctima de sus encantos, sin
    manifestar el más íntimo esbozo de su estado de ánimo escondido—.
    Siendo yo el único familiar de la señoría Mares, el señor Dreko me
    ha pedido su mano y acepté tal unión, no habiendo ningún impedimento al ser dicho caballero aquí presente tan leal a su reino como
    yo, Su Majestad.
    —Anillo o no, De Kiev —la joven no se cree la farsa— ¿Por qué
    algo tan importante no se me informó de inmediato?
    Séneca queda frío ante la clara molestia de la soberana.
    —Yo así lo solicité, Alteza —Dreko decide encargarse de esta
    insaciable odisea—. Al ser mi linaje… no grato a vuestros ojos.
    —Y os preocupaba que yo no fuera justa en la sentencia —la mujer escudriña severamente al cazador—. Nunca olvidéis vuestro miedo
    Dreko, recordad siempre vuestro lugar.
    No lo amenaza, lo ha sentenciado.
    —¿Entonces no tendremos el placer de tenerla en la corte porque se
    casará, señorita Mares? —el príncipe Draguš «El leal» parece fastidiado
    y ajeno a las últimas palabras mortales de su esposa—. Aquí, en la corte,
    alguien de la sangre Gnati jamás tendrá nuestra gracia. Entonces, si se
    une a ese cazador no podría servirnos de manera... adecuada.
    Me aprieta con fuerza Dreko mi mano, entiendo el mensaje, pero
    no sé porque debo seguir la pantomima.
    —Le agradezco, Su Excelencia, y me lleno de humildad ante tan
    tentadora oportunidad. Deseo casarme y cumplir con el mandato divino
    de ser esposa y tener compañero —me rebajo con tan machista comentario para verme lo más gris, sin aspiraciones y disimular mi valor para
    mostrar que solo aspiro a tener dueño.
    —Oh, qué pena que no preferís quedaros —dice la reina con
    desenfado—, es un desperdicio que pudiendo desarrollar aún mejores
    talentos de privilegio decidáis quedaros con un vil jardinero, un Nimrod,
    que además es un Gnati.
    ¿«Talentos de privilegio»? Laura debió externar algo acerca de mi
    habilidad de tocar instrumentos y mis conocimientos para administrar.
    Ella no se está creyendo lo de la dichosa boda. Sabe en su perspicacia que
    tengo uno que otro don, sin embargo, no deseo quedarme, claramente
    tampoco tiene interés en que sea parte de la corte. Eso me tranquiliza.
    Pero aun así no estoy segura a dónde quiere llegar con todo esto, mucho
    menos las intenciones de los demás con este parloteo, por eso tengo la
    necesidad de continuar con fingida humildad:
    —Por supuesto, si contamos con la gracia de nuestros soberanos
    para tan deseada unión… —agrego para beneplácito de Dreko, quien
    aún sujeta mi mano.
    Su rostro de corte diamante, nariz recta con un final delicadamente
    elevado, pómulos altos, su cuerpo de ensueño y su alta estatura (de más
    de uno setenta) crean la impresionante mujer que su hermosura la hace
    divina, una diosa. Es la Margot Robbie del Renacimiento. Isabel tendría
    una digna contrincante, de altura. ¿Quién ganaría? Imposible saber.
    —Jamás tan inferior casta y de sangre indigna es de nuestro interés, no obstante, esta boda lo tendrá —el príncipe se acerca lentamente
    al cazador—. Siempre podréis tener la bendición de servir a la reina
    «virtuosa». Si ahora es otro vuestro deseo, se comprende —el hombre se
    dirige a mí, pero ve directamente a Dreko y se detiene a solo centímetros
    de él. El soberano es tan alto como el hombre a quien le habla—. Mi
    señora deberá decidir si entrega a una fiel y digna joven a un maldito
    carroñero, hijo y hermano de la escoria. Han sido los peores traidores
    que han existido en el reinado Hénebron esos hijos de puta —escupe
    sus palabras cerca del oído y tan próximo del rostro del oyente que el
    ambiente huele al hedor de rabia que transpira el cazador—. Y bendigo
    el día que nos liberamos… casi de todos —exhala con prepotencia el
    audaz consorte.
    —Eso es verdad —deja claro con despotismo la reina; el menosprecio que siente por Dreko—. No es común que alguien prefiera
    mezclar su sangre con esos… seres. Pero siendo vos una ignavus no
    hay impedimento.
    Es tanto lo que se tensa Dreko que me lo trasmite. Lo volteo a
    ver preocupada, le aprieto la mano, en una silenciosa suplica de que se
    calme y no caiga en las provocaciones. El maldito monarca eso quiere,
    busca tener una razón para hacerlo compartir mis anteriores mortales
    circunstancias.
    —Vayan en paz —dice la reina, después de un larguísimo silencio,
    al no recibir la reacción que buscaron, para acabar con el cazador. Gran
    acopio de estoicismo mostró Dreko: no les dio motivos. Pero, lo puedo
    percibir en sus ojos rojos, anuncian que exigen sangre y sus venas se
    marcan en el cuello y en los brazos, sé que le cuesta muchísimo no hacer
    su «justicia». Y, no obstante, con el visible desprecio que atormenta al
    cazador por esta gente, la mujer con delicada supremacía e indiferencia
    firma: locutus est sanguis meus.